Kelpie


Parece que algún demonio me quiere hacer una mala jugada. Sí, el aislamiento a todos afecta, pero conmigo se ha empeñado. No hay alcohol en casa y ninguna tienda me quiere fiar. Todo el barrio sabe que me he quedado sin trabajo, que mi Lupe me abandonó y se llevó todo, y que estoy a nada de quedar en calle. Necesito seguir bebiendo. No tengo nada, no queda nada de mí y no me puedo permitir pensar en eso. Llevo diez días sobrio y ya no aguanto. Si no bebo, enloqueceré. Ya puse la casa patas para arriba y no hay una sola gota de licor en esta casa. Bueno, sí, pero no puedo tomarla.

Cuando estoy sobrio lo escucho. Me susurra al oído lo deplorable que soy, el fracaso en que me he convertido. Este demonio es cruel; sin embargo, en su maldad, una sola bondad me ha hecho: nunca me ha abandonado. Él ha estado conmigo desde la primera copa y me ha prometido estar en la última.

En el altar del fondo todavía se halla la vieja botella de whisky del abuelo. Esa botella, verdosa y anticuada, lleva más de treinta años allí; sin inmutarse, sin perder una sola gota de su elixir y, tristemente, sin jamás haber recibido el beso fiel del borracho. Ahí ha estado desde antes de que muriera mi madre, desde antes que naciera yo. Ni siquiera mi difunto y alcohólico padre se atrevió a tomar el whisky de su suegro. Miedosos. Creencias tontas. «A los muertos no se les roba», sentenciaba mi abuela. Decía también que las maldiciones eran reales y que San Pedro te podía cerrar las puertas.

Mi madre y mi abuela ya están muertas. Y mi abuelo lo está aún más. Si tanto querían el whisky, ya se lo hubieran tomado, Pero no es así. El whisky y yo estamos vivos. Solos, abandonados, pero vivos. Nos tenemos el uno al otro. Si no lo bebo, moriré. Si muero y no lo bebo, quedará solo por el resto de los días. sobrevivirá a la pandemia y a las tres o más que le sigan y quedará solo hasta el fin de los hombres, entre cucarachas y ratas que jamás podrán abrirla. Por eso es justo que yo lo beba.

Llevaba diez días sobrio y era horrible. Tanta realidad me mata. He tomado la botella del altar y me he servido. Una copa, dos, tres, cuatro, ocho no sé. Conforme se acaba el whisky, la realidad se aleja. Otra vez soy yo y mi reino fantástico. Afuera hace un calor de cuarenta grados y yo me siento como recién salido de una piscina o de un lago. El whisky siempre es mágico, así sea de un difunto o del supermercado.

Mi mundo de fantasía y mi guerra contra la realidad da frutos magníficos cuando hay alcohol. La mujer más hermosa que haya visto está frente a mí. La he traído para mí y se quedará para todas las masturbadas que me apetezcan. En mi imaginación soy tirano y rey.

K se llama ella. Sabe a agua y a miel. A cura y a depravación. K se acerca y me besa. Toma mi virilidad entre sus manos mientras me mira directamente a los ojos. K sonríe. Me mira y voltea a verme. Nos mira, a mí y al otro yo. Estoy con ella y estoy sobre el altar, en la botella verdosa y anticuada de whisky. No sé cuánto tiempo llevo aquí. K se aparea conmigo, con el yo que habita afuera de la botella. K gime y yo también. El otro yo. El que es libre.

Cae lluvia afuera. La veo desde la botella. Ya no veo a mi otro yo. K está sola y mojada, se acerca y me sonríe. Me agradece y le agradezco. K es libre y yo estaré borracho eternamente. Sobreviviré al fin del mundo y estaré aquí, bebiendo y respirando whisky por el resto de los días, hasta que las ratas o cucarachas aprendan a abrir botellas.

Literatos locos


Otro whisky a palo seco,

dijimos,

y nos brotaron metáforas del sobaco,

ditirambos de las cejas

y dos serventesios de cada nalga;

puñaladas de verdad,

humores vitriólicos

y versos de gasolinera.

 

Nuestras pelusillas del ombligo

cantaron una zarzuela

y se comieron la luna

sin guarnición.

 

Yo no sabía qué hacer,

así que me rasqué la nuca

y saltó un tropical pareado

de arroz con mango.